jueves, 4 de julio de 2013

El día que escribí sin sentido

No he querido empezar mis notas por temor a desplazar para siempre aquello que nació del fuego, pero hoy, metido en la casa de un dios que hace tiempo desconozco y con una hora a expensas de voces ajenas y ruidos de autos que corren seguramente con un destino definido al momento. Aquí, sentado en media banca y con una chamarra y una mochila haciéndome compañía, empezaré de nuevo. 
Erase una vez el verde pasto aferrado con sus raíces a la húmeda tierra, ahí donde la madera vive y se expresa con el viento, un espíritu, muchos animales y ningún hombre. 
Yo me pregunto por qué soy  tan solitario y sombrío en ocasiones, por qué tan vistoso y colorido, por qué tan tembloroso y endeble, por qué tan recio y sereno; cómo y por qué puedo ser tan sólo el mismo tan distinto tantas veces. 
"Sigue mi voz", me grita una extraña de ojos aceitunados y yo la sigo deseando encontrar el mar en un laberinto. 
Pero, ¿hace cuanto que ruegas peras al higo? "Apenas dos siglos" - contesta un duendecillo que no envejece porque el tiempo nada le parece. 
"Hace una hora que he nacido", confiesa un elefante a una ciruela que tendida en la hierba no responde porque, aunque rojo y vivaracho su color, ha muerto. 
La vida pesa sobre las alas de un ruiseñor que mira al suelo intentando saltar sin que el vuelo lo detenga ante el impacto. Una pluma triste cae, y no, al ser pescada por el aire que la lleva a todos los lugares que jamás había planeado. 
¡La vida es corta! - grita una mariposa en la cabeza de una tortuga que de inmediato le responde "Para nada". 

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