sábado, 8 de agosto de 2015

Cualquiera

Él caminaba a veces con las manos en los bolsillos, tenia una familia en algún lugar, era hijo de alguien, hermano de alguien, nieto de alguien. Él había nacido hace ya varios años y en las huellas de su infancia había aprendido a cantar, a llorar, a callar y también a cerrar su pecho haciendo de piedra su mirada. 
Él, como mucha gente, anhelaba abrazos, amor, esperanza, algunas noches, bañado por las estrellas, pedía el milagro de que alguien tuviera fe en quien pensaba que podía llegar a ser. Lo cierto, es que muchas veces había sido lo contrario, que en el andar de los años, en una historia de violencia y abandono, aprendió simplemente lo necesario para sobrevivir, y las consignas empezaron a caer sobre su cabeza, fue desde joven, el rebelde, el enojado, el duro, el distante, entre muchas otras etiquetas que le fueron colgando sin siquiera preguntarse por un segundo cómo, por qué o para qué. 
Él había tenido amigos en su historia, pero rara vez iba más allá en la posibilidad de abrir su corazón. Aquella identidad que le vendieron, valía para cerrar la potencia de amor que guardaba quizá en los bolsillos, junto con sus manos. Había sido solidario y generoso, pero siempre con la actitud despreocupada que distrae a los demás de sus actos de amor. 
Fumaba a veces, y más de una ocasión lo acompañó el alcohol en sus noches y días. Una que otra sustancia en su vida, le había ganado varios títulos referentes a un valor que ni él mismo apreciaba, y su deseo de muerte había dejado huellas en su cuerpo que hábilmente convirtió en tatuajes; las marcas recorrían brazos y piernas, sin despertar sospecha en quien las admiraba como parte de la identidad en la que se había encerrado para escapar del dolor del mundo. 
Rudo, grosero, altanero, pedante, soberbio, despreocupado, tiraba la colilla del cigarro al piso como si en ella se pudiera ir su miedo hasta el fondo del infierno. Miraba con desdén, sin dar oportunidad a que alguien intentase por algún momento preguntarse cómo estaba y quién era ese personaje que ostentaba una sonrisa burlona que funcionaba como su mejor defensa. 
No concebía amor para sí, no se alcanzaba a mirar de otra manera, no sentía la más mínima oportunidad de que un parpadeo lo sacara de esa vida que se había construido por años; y sentía un respiro cuando alguien le recordaba lo rudo que era, se sentía a salvo de nuevo, y rogaba porque nadie se fijase en sus dedos, en esas uñas que delataban la ansiedad que le invadía por querer escapar del caparazón que  se había construido y sentir por un instante la posibilidad de ser amado; y pedía para que su reputación cubriera los ojos rojos e hinchados de llanto con huellas de los vicios de los que alardeaba. 
Él era cualquiera, uno de nosotros, uno de ellos, una persona más en el mundo que sentía por un segundo perdida su mirada en la ilusión desechada de una vida diferente, un soldado de las expectativas, un icono de lo que los demás necesitaban para acomodar el mundo en su cabeza. Él era un ejemplo más de la mutilación que nos hacemos cuando la mente nos ha explicado ya cómo son las cosas, sin tregua, sin posibilidad de que el mundo sea mucho más amplio de lo que nuestra capacidad necesita para sentirse a salvo. 
Él era la oportunidad perdida de cada uno de nosotros por hacer un mundo en donde seamos capaces de mirar sin juicio y con amor. 


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